En muchas ocasiones me he propuesto escribir algo sobre mi pueblo, Playa Baracoa, pero todo se ha quedado en ideas sin concretar. Es una suerte para mí y también una alegría inmensa que una amiga de hace muchísimo tiempo e historias incluidas, se decidiera a escribir sobre nuestro terruño, confundido siempre con la primerísima villa de Cuba, la oriental Baracoa, pero que no, no estamos tan lejos, ni cogemos avión para llegar a la capital.
Estamos en la provincia de La Habana, cerquita de la Escuela Latinoamericana, por Santa Fé, antes del Mariel, son muchas las referencias dadas, pero nunca nadie sabe; solo te dicen impresionados, los que algunas vez se aventuraron a estos parajes: ¡pero eso está lejísimo! Y sí, está bien lejos, en ocasiones ni aparecemos en los mapas, sino fuera por el aeropuerto, seríamos tierra de nadie; no obstante, existimos y agradezco muchísimo haber nacido en Playa Baracoa. Pero no quiero hablar yo, dejemos a mi amiga Danay Galletti Hernández con sus historias de esta costa de ensueño habanera.
Semidesnuda recorrí por primera vez las calles de mi pueblo. Pequeñas y estrechas por más señas, se presentaban ante mí como imponentes avenidas atestadas de automóviles. La realidad es que salvo unas cuantas bicicletas y algunos coches impulsados por caballos, ningún otro vehículo se aventuraba a transitar por ellas.
El viento saludable, el constante olor a jazmines y el sonido del mar acompañaron mi niñez en ese lugar de ensueño. No puedo olvidar los veranos en la playa, las fiestas tradicionales y los cuentos de misterio sobre casas embrujadas. Tampoco a esos amigos que nos acompañan desde que andamos en pañales y para toda la vida.
La casa de aquel señor millonario que viajó con su hija Anita al Triunfo de la Revolución fue mi primera escuela. Aunque el bullicio de los niños era ensordecedor, en el último balcón de la residencia el sosiego, el canto de los pájaros en primavera y la pureza del aire eran habitantes perennes.
Sentadita en los pies de mi padre escuchaba sus innumerables historias sobre Playa Baracoa: el gran muro que dividía la playa para no permitir gozar a los pobres de sus bondades, el barcito con su vitrola que devino más tarde en bodega y ahora es una montaña de escombros, y las pintorescas casitas de los pescadores que bordeaban toda la costa.
El trocito de malecón, copia fiel en miniatura del capitalino, ha sido testigo de amores clandestinos, locuras fortuitas y reuniones de amigos, sobre todo en la época de los apagones prolongados. Cada piedra que conforma su arquitectura recoge la impronta de los seres intemporales de nuestro pasado y presente.
Las ruinas de mansiones son para muchos testigos indiscutibles del transcurso del tiempo y del paso vertiginoso de las olas. Imaginar qué hombres milenarios habitaron las vetustas edificaciones es uno de los placeres juveniles en las noches de verano.
Otro de los sitios emblemáticos lo constituye la parada de la 420. Cual diosa griega es adorada a cada instante por quienes, cansados de su vida pueblerina, deciden trasladarse a la ciudad por uno u otro motivo. A decir verdad todos los problemas burocráticos, de salud o de cualquier índole tienen necesariamente que ser solucionados fuera de este territorio.
Dos ríos limitan nuestra geografía, el Santa Ana y el Baracoa. Ningún coterráneo se ha resistido a sumergirse en sus “cristalinas” aguas, aunque para ello tengan ante sí el desafío de un majestuoso puente, reconstruido hace algunos años. Y ni hablar de los intrépidos que en más de una ocasión se han lanzado de este puente con ansias de ver, en lo profundo de sus aguas, la belleza antaña de estas corrientes, único pretexto para experimentar el peligro de la caída.
No es un pueblo mágico en el sentido literal de la palabra, pero una vez que estás en él no puedes resistirte a su embrujo. Si vienes de visita prometes volver pronto y si te mudas nunca piensas en abandonarlo. Hay tanta paz en Playa Baracoa, que la estancia se hace eterna en esta costa habanera.